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El Transantiago y la culpa de Santiago

Por Mauricio Jélvez

Por cierto, sugerir la culpa de Santiago para explicar parte de las dificultades que ha tenido la puesta en marcha del Transantiago es un eufemismo para abordar, con sentido autocrítico y culposo, una de las mayores barbaridades cometidas en el espacio de nuestras políticas públicas en las últimas tres décadas.

Me refiero a la manera que hemos ideado y construido la ciudad de Santiago. En los ochenta, hubo una política urbanística con sesgo clasista que optó por erradicar a la periferia de la ciudad a los sectores populares que se encontraban “infiltrados” en comunas de mayor poder adquisitivo. En los noventa, se decidió enfrentar con energía el dramático problema del déficit habitacional y para ello había que maximizar la relación costo-efectividad, por lo que no quedaba más que seguir ensanchando indiscriminadamente la ciudad para alcanzar el mayor número de “soluciones habitacionales” al menor costo posible. Esto irremediablemente forzado por la exigencia ética y social de responder a la necesidad básica de un hogar para más de un millón de familias chilenas.

En consecuencia, esta política segregadora en lo social y excesivamente mercantilista que obviaba la definición del territorio con un bien público, nos llevó a la ciudad que hoy tenemos, es decir, una de las capitales más espacial y socialmente segregadas del mundo.

Entonces, desde ahí podemos entender por qué los mayores problemas del Transantiago se producen en la cobertura del transporte público que demandan más intensivamente los sectores populares situados en la periferia de la ciudad, los largos tiempos de desplazamiento de nuestra fuerza laboral y la alta demanda de transporte público que requieren los estudiantes de la capital. Ello impone una respuesta que vaya más allá de los ajustes de diseño y los tiempos de maduración que requerirá un Plan que tiene un alcance de cambio cultural.

Es decir, un Plan que tiene como propósito generar una racionalidad en el ordenamiento del transporte público de la ciudad se confrontó o puso en evidencia la irracionalidad de la política o no política urbana que nos rige por varias décadas.

En definitiva, disponemos de una nueva evidencia empírica que nos enseña una vez más que cuando descuidamos el objetivo de la equidad en el diseño e implementación de nuestras políticas públicas se generan externalidades negativas que sobrepasan el sólo efecto cuantitativo expresado en los indicadores nacionales de distribución del ingreso.

Nuestra miopía política y social en torno a la tarea de la equidad tiene un precio que tarde o temprano tenemos que pagar como sociedad. En este caso, la inequidad seguirá siendo una restricción para la efectividad de toda política modernizadora de alcance global y, por tanto, un serio impedimento para lograr nuestro desarrollo.

Columna publicada en La Segunda el 14 de Marzo de 2007