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Contraintuitivo: fortalecer los partidos políticos

Por: Augusto Wiegand, investigador Centro de Estudios del Desarrollo.

Esta columna de opinión fue publicada el 29-03-2022 en El Mostrador. 

El poder político debe estar atento a las demandas populares y procesarlas adecuadamente. Esto se hace crecientemente difícil. Más difícil aun es tomar medidas opuestas al sentir social predominante. Aunque la organización de la justicia penal en general va a contrapelo de lo que querría la mayoría, la proscripción de la pena de muerte, en particular, ilustra especialmente bien este punto: su necesaria abolición fue acordada desatendiendo la voz del pueblo. Su restablecimiento goza de amplio apoyo hasta el día de hoy.

Algo similar ocurre con los partidos políticos tradicionales. Si dependiera de un plebiscito, ellos podrían ser suprimidos. En efecto, por una mezcla de razones, están profundamente desprestigiados. Entre las críticas justificadas se puede mencionar su opacidad; incapacidad para procesar con sentido de urgencia las demandas populares; estado permanente de conflicto interno de baja intensidad por cuotas de poder; baja coordinación con el mundo de la cultura, los movimientos sociales y otras asociaciones de la sociedad civil; y, en fin, su limitada capacidad, desinterés o franca hostilidad a la renovación de cuadros.

Entre las etiquetas injustas, vale la pena destacar dos. En primer lugar, que los partidos políticos son corruptos. Aunque existen casos delictuales, no hay antecedentes que permitan afirmar que los partidos chilenos lo son especialmente. Segundo, que son demasiado poderosos. Por el contrario, son más bien débiles; más aún, parte importante de sus vicios son un producto inevitable del diseño institucional. Por ejemplo, los partidos tienen herramientas muy precarias para cumplir con dos de sus funciones esenciales: seleccionar candidatos y disciplinar a sus parlamentarios. Para movilizar voluntades, gobierno, partidos y parlamentarios de su coalición se sumergen entonces en una puja incesante por puestos en el aparataje estatal. Los de oposición suelen querer alcanzar el Gobierno por razones similares.

Ante esta situación, múltiples voces proponen hacer competir en igualdad de condiciones a los partidos de vocación nacional con independientes, movimientos sociales, o con cualquier otro tipo de organización de acción territorial restringida. Se afirma que estas alternativas profundizarían la democracia y que no tendrían los vicios de los partidos. Por el contrario, tal equiparación traería pocos beneficios y, en cambio, daños muy severos al sistema político. Baste con nombrar tres: primero, partidos políticos, movimientos sociales y organizaciones territoriales cumplen roles vitales pero distintos en la sociedad moderna. Es decir, sin dicha diferenciación, su funcionalidad se verá severamente disminuida; segundo, dado que los partidos tienen requisitos de formación y funcionamiento más exigentes, tenderán a ser abandonados como forma de organización política, lo que significaría un deterioro generalizado y progresivo del sistema en transparencia, democracia, control, rendición de cuentas y probidad; tercero, se produciría una fragmentación incontrolable del sistema político, lo que haría cada vez más difícil gobernar y alcanzar acuerdos legislativos, junto con facilitar la emergencia de caudillos territoriales guiados únicamente por su propio interés.

Aunque las comparaciones con diseños político-institucionales ajenos son con frecuencia arbitrarias, esta prevención no aplica en lo siguiente: no existe prácticamente ninguna democracia avanzada cuyo sistema político no descanse en partidos políticos fuertes. Así bien, solucionar los problemas de los nuestros pasa por fortalecerlos en el andamiaje institucional con vistas a objetivos definidos: ser instituciones de carácter programático e ideario claro; capaces de mediar entre las demandas populares, el conocimiento técnico y las restricciones presupuestarias; de ponderar los intereses regionales o territoriales con los nacionales; de dirigir correctamente el Gobierno o prestar una adecuada oposición; de negociar y llegar a acuerdos; de actuar por el bien de las mayorías; y, en fin, de representar la diversidad de intereses y visiones del bien de la población.

No es una tarea sencilla. La funcionalidad de los partidos no depende solo de su regulación específica, sino también en gran medida del sistema electoral y el régimen político. Con miras a los objetivos mencionados, este conjunto de normativas debe propender a una diversidad de metas. Primero, asegurar tanto la democracia y la probidad de sus elecciones internas, como su financiamiento público, junto con dotarlos de atribuciones reales para seleccionar candidatos, disciplinar a sus parlamentarios y ordenar a sus militantes. Segundo, evitar la fragmentación, promoviendo, por una parte, partidos de vocación nacional y, por otra, que la diversidad del país pueda ser procesada por la menor cantidad posible de ellos. Tercero, fomentando que los de ideario semejante se unan para formar mayorías parlamentarias. Vale la pena destacar que lo anterior no es obstáculo para la coexistencia de regímenes especiales, por ejemplo, en cuanto a la organización y participación política de los pueblos indígenas. Como último punto, cabe mencionar un elemento externo: la organización del servicio civil. Las designaciones discrecionales realizadas por las autoridades ejecutivas deben ser reducidas al mínimo necesario. Al disminuir las posibilidades de clientelismo, cambiarían profundamente las lógicas internas y la composición de los partidos, dado que sus objetivos fácticos tenderían a coincidir mayormente con los declarados.

Está en las manos de la Convención Constitucional establecer los criterios mínimos que permitan luego el despliegue legislativo para conseguir estos objetivos. Por el bien del pueblo debiera desentender, en este punto, el sentir popular predominante sobre los partidos políticos.